Análisis

Carlos III, el único rey del mundo que desciende de Drácula: su curiosa conexión familiar, por Concha Calleja

Carlos III y su inesperado vínculo con Drácula y Rumanía, por Concha Calleja
Carlos III y su inesperado vínculo con Drácula y Rumanía, por Concha CallejaDivinity
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Hay reyes con pasado militar, reyes con pasado amoroso… y luego está Carlos III, que tiene pasado vampírico. No es una metáfora ni una exageración de tabloide: el monarca británico desciende de Vlad III Țepeș, más conocido como Vlad el Empalador. Sí, el mismísimo Drácula. Y aunque parezca un invento de Halloween, lo dijo él mismo: “Soy descendiente de Vlad el Empalador”. Dicho así, con la tranquilidad de quien confiesa que colecciona sellos.

La genealogía no engaña, y la sangre azul del rey tiene un matiz oscuro. En su árbol familiar, entre los Windsor y los Hannover, hay una rama que conecta con la familia del famoso príncipe valaco. Un antepasado que, digamos, no destacaba por su empatía, pero sí por su estilo.

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Ahora bien, el interés de Carlos por Transilvania no tiene nada que ver con los colmillos. Tiene que ver con los tejados, los ladrillos y el silencio. Allí, en los valles rumanos, encontró algo que en Buckingham no existe: paz sin protocolo. Y lo que empezó como una visita curiosa se convirtió en una relación casi sentimental con el país de los Cárpatos.

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Carlos descubrió que en esa región la gente todavía repara, conserva y cultiva sin mirar el reloj. Así, que compró casas antiguas y las restauró con mimo. No son palacios ni mansiones, son viviendas campesinas del siglo XVIII con camas de madera, mantas bordadas y chimeneas que huelen a historia. Sin Wi-Fi, sin televisión y sin asesores opinando. Y cuando él no está, se alquilan a turistas que buscan lo auténtico… o, directamente, quieren presumir de haber dormido en la casa del descendiente de Drácula.

El negocio, por cierto, funciona. Los visitantes se marchan encantados, con la sensación de haber vivido dentro de una postal y sin haber visto ni un murciélago. Porque lo único que realmente vuela allí es la reputación del rey. Su Fundación ha formado a artesanos, carpinteros y restauradores que mantienen vivos oficios casi desaparecidos. Y eso, en tiempos de influencers ecológicos de despacho, tiene mérito, y hay que reconocerlo.

Castillo de Bran, Transilvania, Rumanía

Pero el cuento se complica cuando volvemos a Inglaterra. Allí, el mismo hombre que se enamoró de la espontaneidad rumana decidió construir su propio pueblo perfecto: Poundbury. Una maqueta habitada, un laboratorio de urbanismo donde todo parece bonito, ordenado… y ligeramente inquietante.

En Poundbury no puedes aparcar el coche en la calle, porque rompe la estética. Tampoco puedes colgar la ropa o poner placas solares visibles desde fuera. Las fachadas, los colores, las ventanas… todo tiene un manual. Hay más normas que en un internado suizo. Y los vecinos, entre encantados y agotados, dicen que vivir allí es como estar dentro de un catálogo… pero sin poder mover los muebles.

Poundbury

Paradójico, sí, que el mismo rey que predica la libertad rural en Transilvania diseñe un pueblo inglés donde hasta las sombras parecen ensayadas. En Rumanía, Carlos III se deja llevar, en Dorset lo controla todo. Y entre ambos mundos se mueve un monarca que, al final, parece buscar algo que la realeza no da: autenticidad.

Quizá por eso sus estancias rumanas tienen tanto magnetismo. Allí no hay prensa, ni protocolos, ni asesores de imagen, solo aldeanos que le ofrecen aguardiente y pasteles caseros. Y él, que lo acepta todo —por educación o por supervivencia—, se muestra más humano que nunca.

Carlos III no será un héroe romántico, pero hay que reconocerle el olfato. Es el único rey del mundo que desciende de Drácula, y ha sabido transformar la maldición en marca: turismo rural con pedigrí real y un toque de misterio. Y mientras los tabloides siguen buscando sangre, él ya la ha puesto en el mapa, azul, por supuesto, pero con denominación de origen transilvana.

Carlos III