El padre del rey Felipe describe a la madre del príncipe Guillermo como una mujer fría, distante, incapaz de desplegar el encanto que mostraba ante las cámaras
Letizia no "dirigía la palabra" a Juan Carlos porque creía que "filtraba noticias sobre su anorexia y sus operaciones", según Pilar Eyre
Cuando un rey escribe sus memorias, no lo hace por nostalgia, lo hace por necesidad. La historia no se reescribe sola. En su recién publicado libro, el rey Juan Carlos I ha decidido recordar a la princesa Diana de Gales. Y lo hace a su manera, con una mezcla de asombro y desdén. La describe como una mujer fría, distante, incapaz de desplegar el encanto que mostraba ante las cámaras. Casi parece que el emérito esperaba una sonrisa exclusiva para él.
Lo curioso es que, según los íntimos de Diana, aquella impresión no fue precisamente mutua. Ella lo recordaba por algo muy distinto, por una cercanía que la incomodaba.

En privado, decía que el rey Juan Carlos I tenía una forma de mostrarse demasiado efusiva, una expresión diplomática para lo que, entre amigos, sonaba bastante más gráfico. No era animadversión, era su intuición. Diana tenía el radar emocional de quien ha pasado demasiadas veces por el pasillo equivocado.
Aquel encuentro en Mallorca, a mediados de los años ochenta, ha quedado envuelto en el mismo perfume de los veranos reales: sol, posados, copas y miradas que dicen más de lo que deberían. El rey Juan Carlos I insiste en que fue un trato cordial, sin ningún episodio relevante. Y probablemente lo crea así. Lo que pasa es que, en materia de percepciones, lo que uno considera cordial otro puede vivirlo como invasivo. Sobre todo si uno lleva corona y la otra, heridas invisibles.
Diana de Gales no era una mujer ingenua. Había aprendido que en los círculos de poder el respeto no siempre viene de serie. Sus más cercanos dicen que intentaba evitar quedarse sola con el monarca español, y que su educación británica le impedía reaccionar de otro modo que no fuera con una sonrisa.
Mientras tanto, el rey Juan Carlos I, acostumbrado a que su simpatía desarmara a medio continente, interpretó aquel gesto como desinterés. Es el viejo malentendido entre quien confunde cortesía con rendición. Él la percibió como gélida, ella, como un hombre que se acercaba demasiado, convencido de su propio encanto.

Las memorias del rey emérito no entran en esos matices, claro. Él escribe desde la posición de quien aún necesita justificar la mirada del otro. La suya es una versión pulida, casi diplomática, donde Diana aparece como una figura decorativa más, sin conflicto ni emoción. Pero basta con leer entre líneas para intuir lo contrario, que detrás de esa distancia había algo que lo descolocó.
El caso resume a la perfección el choque entre dos formas de poder: el que se hereda y el que se gana. El rey Juan Carlos I representa el primero, Diana, el segundo. Él construyó su autoridad desde la tradición, ella desde la empatía. Él creía que el carisma era un privilegio, y ella lo convirtió en una defensa. Y cuando esos dos mundos coincidieron en el mismo salón de palacio, la química brilló… pero no como él esperaba.

Hoy, décadas después, su encuentro sigue generando titulares, no por lo que pasó, sino por lo que ambos dijeron que no pasó. Él escribe. Ella ya no puede responder. Y en medio, el público, que aprende a leer entre las líneas de la realeza como si fueran confesiones a medias.
Tal vez el rey Juan Carlos I nunca entienda por qué Diana parecía tan fría. O tal vez sí lo entienda y prefiera no contarlo. En cualquier caso, su silencio dice más que muchas páginas de memorias. Porque, al final, las versiones oficiales siempre tienen algo en común: lo más interesante está justo en lo que se decide omitir.
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